miércoles, 14 de abril de 2010

De los nombres, las emociones y lo indescriptible... For you, again.

¿Qué será eso que tenemos nosotros con los nombres? Ésta incansable necesidad humana de ponerle nombre a todo lo que nos rodea. Necesidad necesaria y útil, sin duda, en muchos casos. Sobre todo cuando hablamos de lo tangible, de aquello que podemos ver. Se ponen de a peso los trancazos cuando buscamos, por alguna razón, ponerle nombre a lo que no podemos ver, a todo aquello que está ahí, en algún lugar, de alguna forma. A todo aquello que sentimos será siempre un problema ponerle nombre. Cuantas veces nos hemos visto, queridos y escasos leyentes en aquella situación en la que cantinfleamos durante horas tratando de explicar sensaciones inexplicables; Después de una pausa larga e incómoda creada por alguna fuerte declaración de nuestro interlocutor (a), tratando de evitar el bochorno, decimos: “Es que siento como que… es diferente… porque antes sentía que… no sé, como que sentía, pero se ha perdido como eso que… es como una sensación como de que, no sé, como vacío…” mejor ahí le paro porque si no se me duermen y no regresan. Si así…
Estoy recordando ahora una historia que servirá de ejemplo con el que podría aclararles el punto y de pasadita sirve que me lo aclaro yo también. Algunos años ha, que ocurrió esto que estoy empezando a contar. Al concluir mis exámenes de admisión a la carrera en el CUT, mi maestro y mi tata al mismo tiempo me recibió en su oficina para una entrevista de rigor como último paso para ser admitido. No recuerdo mucho de lo que hablamos ese día, pero lo importante y que es el meollo del asunto fue: “Los maestros se dieron cuenta de que tienes el pie plano” ¿Plano? ¡Planísimo!, dije para mis adentros, para mis afueras me limité a asentir con la cabeza. “La condición para aceptarte, es que hagas una cita en lo servicios médicos de la UNAM para que te revisen y eventualmente darle solución a tu problema” dijo el tata con esa gran voz de actor que lo caracteriza. Una o dos semanas después, llegado el día de la cita y mientras caminaba de insurgentes a los servicios médicos con el estadio olímpico a mi mano derecha, recordaba la primera vez que mi pie plano fue motivo de preocupación. Era yo muy pequeño cuando mi madre detectó en mi la terrible mal formación, habló por teléfono de inmediato con el doctor de la familia para una consulta telefónica de emergencia. Después de que mi madre le expusiera el asunto de su preocupación, el doctor preguntó: ¿Se cae mucho el shamaco, oye? No, respondió mi querida progenitora. Entonces no pasa nada, no te preocupes, hombre. Así, con este recuerdo, entré al consultorio donde me esperaba un doctor que recuerdo de pelo totalmente blanco, entrado en años. La cantidad de pies que habrá visto el señor, dije otra vez para mis adentros, mientras a mis afueras las manos me sudaban. Dígame cual es su problema, y yo, sin rodeos dije; tengo el pie plano, doctor, de inmediato frunció el ceño, unió sus blancas cejas y dijo; no me de su diagnóstico, eso lo hago yo. Sé que hay personas que se diagnostican tumores, como cuando estaba yo en la panza de mi madre, pero esa es otra historia, o soplos en el corazón, hasta cáncer. Podía entender la molestia del doctor, pero este caso, cómo se daría cuenta después, era demasiado obvio. Yo no tengo ningún problema, respondí, mis maestros me hicieron venir. Vamos a ver, dijo. Me pasó a otra sala, me hizo desnudar mis extremidades inferiores antes referidas y me pidió que me parara sobre un cristal que tenía debajo un espejo, después de caminar unos minutos. El doctor se cubría medio rostro debajo de la nariz en silencio. Yo parado sobre el cristal, silencio. Y así, en silencio, con una seña me hizo regresar a su consultorio donde lo esperé en silencio algunos minutos, entró, se sentó frente a mí, en silencio, Mi miró fijamente y me dijo: Tiene usted el pie más plano que he visto en mi vida, me sorprende que pueda usted caminar y además caminar así como camina usted. No supe si tomarlo como un cumplido. Para este momento se había percatado de la pendejada que había cometido al regañarme por mi diagnóstico porque comenzó a perder la compostura e hizo la pregunta que es el motivo por el cual les cuento toda esta historia: ¿Y no se cansa usted más que los demás? Sus canas y su experiencia se derrumbaron ante mis ojos y contesté con otra pregunta: ¿Y cómo voy a saber yo si me canso más que los demás? Siempre me canso como me canso yo, nunca me he cansado como alguien más. Dándose cuenta de su segunda idiotez, concluyó: Pues usted ya no tiene remedio, joven.


Y les contaba todo esto porque… ¡Ah, sí! Por las sensaciones indescriptibles. Así como para mi es imposible saber cómo se cansan otros, porque supongo que cada quién se cansa como se cansa y cada quién siente como siente, ponerle nombre a eso sería como decir que todos sentimos igual en determinado momento, la inminente necesidad humana de ponernos etiquetas y repartirnos en bolsitas de distintos colores a según el sabor, el tamaño o el color.
Pero finalmente, digo yo, por eso son sensaciones pues, ¿qué no? Porque se sienten pues, y tienen su forma de transmisión no verbal. Uno siente eso que siente cuando lo siente y así lo transmite sin necesidad de dar explicaciones. Uno siente lo que el otro siente cuando lo siente, es cuestión de estar atentos, perceptivos, de, como se diría en el argot nacional, estar flojito y cooperando. ¿Por qué atormentarnos con nombres, etiquetas y explicaciones? Dediquémonos mejor a sentir y a dejarnos sentir.
Dirá siempre más que mil palabras, una mirada indescriptiblemente juguetona.

Nota: Escuchan, del nuevo disco de Jamie Cullum, Persuit: “Im all over it”. Indescriptiblemente recomendable.

Clown para llevar Radio