Desde el primer día de Septiembre uno empieza a sentir el despertar del espíritu patriota que vive en nuestros corazones. Las calles se tiñen tricoloras, el tequila fluye y todos los eventos a realizarse durante el mes giran en torno al cumpleaños de la patria. Y aunque nuestros políticos se han encargado de que el mes inicie de la manera más aburrida posible, con el informe de gobierno, los que sí queremos a nuestra nación nos ocupamos de refrendar los lazos que nos hermanan como mexicanos y de homenajear a nuestros mártires. Una vez llegado el día quince nos disponemos a festejar, compramos tequila, comemos pozole, sopes, enchiladas y nos reunimos para ver por televisión o en vivo el grito de nuestro queridísimo presidente, al que le agradezco que este año no haya alargo el grito poniéndole crema a sus tacos, como lo hacía don Chente Fox, al que nomás le hacía falta gritar: ¡Viva mi rancho en Guanajuato! ¡Viva las botas de charol! Si el padre Hidalgo se hubiera tardado tanto dando el grito, seguro una bala lo hubiera ultimado, como dicen ahora los reporteros de televisa pa suavisar asesinado, antes de lo previsto.
Así pues, las primeras horas del día quince las dediqué a planear lo que sería el festejo por la noche y como siempre me ocurre a mí, que soy un pésimo organizador, a las ocho de la noche no había logrado concretar nada. Pensaba que tal vez pasaría el día quince con la bacanora que no se raja, pero finalmente ocho y media llegó una invitación que no pude rechazar. Me puse mis botas y camisa vaquera, que si bien no es lo mexicano típico es parte del México donde yo nací. Eramos pocos al inicio, se autodenominó la fiesta de los que no tenían plan, desde ahí la cosa se fue desfigurando. Situados en la delegación Coyoacán, salimos a ver los fuegos artificiales a la plaza, donde recordé a los mexicanos en Europa, indignados porque la imagen en el extranjero del mexicano es la del bigotón con zarape, borracho con tequila y un sombrerón. Así vi cientos en la plaza aquella trágica noche. Al regreso la lluvia arreció y los empedrados coyoacanescos hacían resvalar mis botas con facilidad, empapados pero con ánimo de festejar llegamos de nuevo a la casa donde estaríamos las siguientes tres o cuatro horas. Mientras bebía mi respectiva cervecita veía la lluvia caer con fuerza y recordaba a nuestros héroes nacionales, las batallas que habían librado, las traiciones, los rencores y todo lo que hicieron para que hoy nuestro país sea lo que es. Una comunidad de hermanos que viven en paz y en sana convivencia, como la que se iba dando mientras lanzábamos vivas y decíamos salud en aquella pequeña fiesta.
El reloj coqueteaba con las cuatro de la mañana y nosotros con la idea de regresar a nuestros respectivos hogares y fue en ese momento de la retirada cuando tomamos otra decisión que nos enfilaba cada vez más vertiginosamente hacia la tragedia. Un compañero de batallas se me acercó y me dijo: tengo unos cuetes que me vendió un amigo... ¿los tronamos? Todavía no decía que sí a la tentadora idea cuando ya estaba otro compañero de regimiento con el encendedor en la mano. Salimos presurosos a la calle y buscamos una esquina desierta que encontramos con facilidad. Recordaba mis tiempos de chamaco en Hermosillo, cuando los primos nos dedicábamos gran parte de la fiesta a tronar cuetes. Tronamos el primero y mientras lo festejábamos, seis o cinco o siete compatriotas, no sé, estaba muy oscuro, se acercaron a nosotros en evidente estado de ebriedad, cosa que compartíamos además de la nacionalidad y con violencia exacerbada antes de que pudiera gritar: ¡Compatriotas! ya estaba yo bajo los puños de un hermano de sangre y cuando logré dejar en el piso la chamarra que llevaba entre los brazos noté que a uno de mis compañeros estaba bajo los puños de ¡varios! compatriotas. Mi naturaleza me traicionó en ese momento, al ver que mi colega sucumbía ante los golpes furiosos de aquellos violentos mexicanos, en lugar de lanzarme al contra ataque me lancé, como mi compañero diría más tarde: "Emabajador pacifísta de la ONU" y así me fue: ¡Paisanos, ¡TRACAS! no caigamos... ¡PUM! ¡PALOS! ¡MOCOS! en provo..¡MOLES! caciones! Me repartieron otra tanda de mexicanos golpes y me ví obligado a emprender la retirada que hubiera sido fallida de no haber sido porque mi contrincante era como del calibre de mi querido Tino Carstens, que después de perserguirme dos metros se rindió, ¡ha pero que mano tan pesadita tenía!, igualito que la de Tino con los impuestos.
Cuando algo así ocurre siempre hay alguien al que le va peor. Yo no fui ese amá, a mi nomás me dejaron con un dolor en la cara cual si fuera de muelas, pero sin sangre y sin marcas. Estoy bien amá, estoy bien. A uno de mis compañeros de batalla, a ese que le echaron montón, a ese si le dejaron el ojo de cotorra y múltiples moretones. Habrán notado al principio del relato que eramos tres los que salimos a aquella esquina golpeadora, sí, así fue. El tercero fue el más listo, se mantuvo al margen y prefirió salvaguardar su integridad, cosa que aplaudo. ¿Que si noquié alguno? ¡Nombre! Con la oscuridad, las botas resbalosas y el intempestivo ataque ni tiempo me dio de gritar: ¡En la cara no, que soy actor!
Así pues, las primeras horas del día quince las dediqué a planear lo que sería el festejo por la noche y como siempre me ocurre a mí, que soy un pésimo organizador, a las ocho de la noche no había logrado concretar nada. Pensaba que tal vez pasaría el día quince con la bacanora que no se raja, pero finalmente ocho y media llegó una invitación que no pude rechazar. Me puse mis botas y camisa vaquera, que si bien no es lo mexicano típico es parte del México donde yo nací. Eramos pocos al inicio, se autodenominó la fiesta de los que no tenían plan, desde ahí la cosa se fue desfigurando. Situados en la delegación Coyoacán, salimos a ver los fuegos artificiales a la plaza, donde recordé a los mexicanos en Europa, indignados porque la imagen en el extranjero del mexicano es la del bigotón con zarape, borracho con tequila y un sombrerón. Así vi cientos en la plaza aquella trágica noche. Al regreso la lluvia arreció y los empedrados coyoacanescos hacían resvalar mis botas con facilidad, empapados pero con ánimo de festejar llegamos de nuevo a la casa donde estaríamos las siguientes tres o cuatro horas. Mientras bebía mi respectiva cervecita veía la lluvia caer con fuerza y recordaba a nuestros héroes nacionales, las batallas que habían librado, las traiciones, los rencores y todo lo que hicieron para que hoy nuestro país sea lo que es. Una comunidad de hermanos que viven en paz y en sana convivencia, como la que se iba dando mientras lanzábamos vivas y decíamos salud en aquella pequeña fiesta.
El reloj coqueteaba con las cuatro de la mañana y nosotros con la idea de regresar a nuestros respectivos hogares y fue en ese momento de la retirada cuando tomamos otra decisión que nos enfilaba cada vez más vertiginosamente hacia la tragedia. Un compañero de batallas se me acercó y me dijo: tengo unos cuetes que me vendió un amigo... ¿los tronamos? Todavía no decía que sí a la tentadora idea cuando ya estaba otro compañero de regimiento con el encendedor en la mano. Salimos presurosos a la calle y buscamos una esquina desierta que encontramos con facilidad. Recordaba mis tiempos de chamaco en Hermosillo, cuando los primos nos dedicábamos gran parte de la fiesta a tronar cuetes. Tronamos el primero y mientras lo festejábamos, seis o cinco o siete compatriotas, no sé, estaba muy oscuro, se acercaron a nosotros en evidente estado de ebriedad, cosa que compartíamos además de la nacionalidad y con violencia exacerbada antes de que pudiera gritar: ¡Compatriotas! ya estaba yo bajo los puños de un hermano de sangre y cuando logré dejar en el piso la chamarra que llevaba entre los brazos noté que a uno de mis compañeros estaba bajo los puños de ¡varios! compatriotas. Mi naturaleza me traicionó en ese momento, al ver que mi colega sucumbía ante los golpes furiosos de aquellos violentos mexicanos, en lugar de lanzarme al contra ataque me lancé, como mi compañero diría más tarde: "Emabajador pacifísta de la ONU" y así me fue: ¡Paisanos, ¡TRACAS! no caigamos... ¡PUM! ¡PALOS! ¡MOCOS! en provo..¡MOLES! caciones! Me repartieron otra tanda de mexicanos golpes y me ví obligado a emprender la retirada que hubiera sido fallida de no haber sido porque mi contrincante era como del calibre de mi querido Tino Carstens, que después de perserguirme dos metros se rindió, ¡ha pero que mano tan pesadita tenía!, igualito que la de Tino con los impuestos.
Cuando algo así ocurre siempre hay alguien al que le va peor. Yo no fui ese amá, a mi nomás me dejaron con un dolor en la cara cual si fuera de muelas, pero sin sangre y sin marcas. Estoy bien amá, estoy bien. A uno de mis compañeros de batalla, a ese que le echaron montón, a ese si le dejaron el ojo de cotorra y múltiples moretones. Habrán notado al principio del relato que eramos tres los que salimos a aquella esquina golpeadora, sí, así fue. El tercero fue el más listo, se mantuvo al margen y prefirió salvaguardar su integridad, cosa que aplaudo. ¿Que si noquié alguno? ¡Nombre! Con la oscuridad, las botas resbalosas y el intempestivo ataque ni tiempo me dio de gritar: ¡En la cara no, que soy actor!
1 comentario:
JAJAJA en la cara no que soy geneticamente perfecto :D
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